Don Ramon Gonzalez

Tenía Don Ramón González Escareño noventa años, quizá. Pero la lucidez extraordinaria que le caracterizó siempre, lo hacía parecer más joven. Físicamente, de hecho, poseyó una fortaleza admirable hasta recientemente.
Hace ya poco menos de un año que lo vi la última vez. Atentísimo siempre, caballeroso siempre, Gran Señor, siempre.
Hoy se entregó a los brazos del Creador y entró en el Sueño Eterno como lo alcanzan aquellos que dedicaron su vida a hacer el bien.
Guardo de él gratísimos recuerdos. Y le tengo una enorme gratitud.
Fue Don Ramón hombre de grandes virtudes personales. Y no surgen ahora como resultado de su muerte, no las escribimos con ese motivo. Sus méritos no son «náufragos del alma», como escribió el poeta Díaz Mirón, que decía que

«El mérito es el náufrago del alma:
Vivo se hunde, pero muerto flota».

Por el contrario: Los méritos de Don Ramón fueron vistos siempre por todos.
Perteneció a una generación afortunada que vivió la transición entre el Manzanillo de antaño y el moderno Manzanillo que nos toca disfrutar. Fue boticario desde su adolescencia. Se formó entre los viejos farmacéuticos colimotes (los Cárdenas, el Pollo Macedo, Don Eliseo Vargas Marín, entre otros), y cuando se radicó en Manzanillo, aprendió con los escasos boticarios adquiriendo tal experiencia que luego de ser ayudante estableció su propia farmacia, la «América», a la que concurrimos miles de manzanillenses y de vecinos de otras regiones en el sur de Jalisco, por citar algo.
Más de setenta años de boticario, lo convirtieron en una leyenda. Desde los trece años, en que comenzó a elaborar pastillas con Don Guillermo Cárdenas, en Colima, preparando ungüentos en los añosos morteros, y brebajes en antiguas botellas y damajuanas, no paró Don Ramón de atender dolencias en miles y miles de personas.
«Cuando dejen la leche con Pancho Ochoa, pasan con Ramón el de la Farmacia y le dicen que me mande borax, píldoras de menta, gotas de colirio», ordenaba mi abuela cuando desde el entonces lejano Colomo íbamos a Manzanillo a temprana hora. Los encargos incluían tónicos, cremas de esto aquello y menjurjes de tal o cual cosa que anotaba en papel de estraza, que Don Ramón surtía cuidadosamente. Conservo como testimonio algunos frascos de esos que enviaba con prontitud con las instrucciones escritas con una letra envidiable -nada parecida a la por atonomasia fea letra de los galenos-.
Cientos, miles de manzanillenses, como yo, recordarán que sus padres los llevaron con Don Ramón, que como otros boticarios -Don Panchito Gómez Sánchez, Don Pancho Ascencio, Don Agustín Guijarro, mi queridísimo Carlitos Ochoa, y los por mí ya no conocidos ni tratados Don Eliseo Vargas y el doctor Hermilo Gómez- nos curaron paperas, dolores de oído, dolores de costado, «soplos» del corazón, calores «subidos», fiebres y quién sabe cuántas maletías más que eran las enfermedades de nuestros tiempos.
Fue Don Ramón quien me trató la prematura sordera que padezco debida al mal golpe que me dio una vaca cuando las pastaba en el potrero, y que tras intentar pialarla me arrojó de un solo cabezazo cuesta abajo hasta pegarme la testa en una piedra. Me sangraron los oídos y perdí el conocimiento. Tenía quince años. A partir de entonces fui sumiéndome en el mundo del silencio que me aleja día a día de los demás, a pesar del aparato que ahora llevo en reuniones y lugares públicos.
Recuerdo pues, como miles, digo, la enorme aportación que Don Ramón hizo en Manzanillo en materia de salud. Junto con sus compañeros de oficio, fueron médicos del pueblo. Fueron los sanadores de los descobijados, de los que menos tienen. Generoso, humano, sensible, dispuesto a curar como Hipócrates enseñaba: Por amor a la salud antes que a las monedas. Así fue Don Ramón.
Este jueves, cerró el ciclo de su vida fecunda: Médico nato, deportista singular, -pues fue un nadador excepcional perteciendo a los otrora famosos Lobos de Mar-, ciudadano honesto y bondadoso, padre, esposo, amigo ejemplar. Hombre paradigmático, en suma, se va físicamente Don Ramón a su postrer morada física, pero se queda en la memoria y en los corazones de los que tuvimos el honor y la bendición de conocerlo.
Descanse en paz.
A su viuda, Doña Rosa María García, a su hijo, el Doctor Juan Carlos González, a su hija Rosa María González y a sus demás familiares, nuestra respetuosa condolencia.
Nadie llenará el vacío que abre la partida de Don Ramón.
La foto que acompaña estas líneas, se la tomé en abril de 2011, en una de las muchas charlas con que me honró. Publicación de mi amigo Horacio Archundia.

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